Yo aquí levanto mi voz frente a ustedes
para gritar que he perdido hasta el nombre
de ese estado que me fue despojado
desde que soy…
Ahora es solo
la sombra sobre la frente,
y las gotas arrastrando
hambre y polvo…
—Pequeña tierra buena,
tus sonrisas de recia siesta,
¡ya no podrán curar mis ojos!—
Y la barba de lágrimas
es el barro revuelto
que ya rellena mi pecho,
pulpa apaleada como las rocas
de las minas bajo nuestros picos,
miserias oxidadas bajo
nuestros cuerpos quemados de sombras,
bajo los látigos soleados de los amos.
Y la lengua de rocas,
y los ojos de barro…
Una tarde, unos niños,
frente a la mina, con risas,
cantaron:
“Él trataba de llegar,
pero dijeron que no.
Él quería sollozar,
pero le dieron con no.”
Una noche, yo —símil de perro—
dormía en el patio de la casa
del señor, y soñaba,
que había aire y espacio
para estirar los brazos,
y llevaba sonrisas mías,
mías y no de los amos,
y podía conseguir,
andando a cosas mías,
y llevaba esperanzas,
y los ojos de las gentes
no eran garras, sino flores…
En eso me despertó
una mujer de voz triste
que cantaba:
“Aluó daluó yarolá,
los montes están marchitos.
Aluó daluó yarolá,
la orquídea es torpe mito».
Pienso que…
Quizá tras los montes,
quizá, quizá, quizá,
allá estaría lo perdido
quizá, lo soñado
que no puedo ni llorar,
y quizá ni he perdido,
pues
ya no existe siquiera en
nombre o imagen.
Pero aquí es barro acérrimo
y garras, y llanto negro transcrito
en el aire que hace falta,
y esta sombra bajo cadenas,
y estos gestos de pulpa ajada.
Antonio Escalante
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